Comida y emociones: el hambre emocional
¿Quién no ha recurrido alguna vez a la comida para aliviar frustraciones, ansiedades o por simple aburrimiento? Bien, esto sucede porque comida y emociones están profundamente vinculadas, como veremos a continuación.
«…abrumado por aquella jornada sombría y la perspectiva de un triste día siguiente, me llevé a los labios una cucharilla de té donde había dejado empaparse un trozo de magdalena. Pero en el instante mismo en que el trago mezclado con migas del bollo tocó mi paladar, me estremecí, atento a algo extraordinario que dentro de mí se producía. Un placer delicioso me había invadido, aislado, sin que tuviese la noción de su causa. De improviso se me habían vuelto indiferentes las vicisitudes de la vida, inofensivos sus desastres, ilusoria su brevedad, de la misma forma que opera el amor, colándome de una esencia preciosa; o mejor dicho, aquella esencia no estaba en mí, era yo mismo”.
(En busca del tiempo perdido. Marcel Proust)
Este es un bello ejemplo de cómo el acto de comer puede ser mucho más que un acto fisiológico necesario para la supervivencia. Podemos comer por muchas razones y muchas de ellas son emocionales. Buscamos canalizar nuestras sensaciones desagradables a través del comer creyendo que tenemos hambre fisiológica, cuando lo que tenemos en realidad, es hambre emocional.
La comida es un potente reforzador natural, capaz de provocar una auténtica fiesta para nuestras neuronas que puede suponer un alivio temporal a nuestros problemas o emociones. Del mismo modo que algunas personas recurren a la reflexión interna, a las respiraciones profundas o al deporte, otras recurren a la comida. Es un aprendizaje que se da desde la infancia, ya que la asociación entre comida y emociones es algo que nos viene de fábrica y que tenemos que aprender a manejar.
Los circuitos de recompensa cerebral:
Hay experiencias que activan en nuestro cerebro una especie de botón de recompensas. Ponernos en marcha para conseguir algo requiere esfuerzos, por lo que la naturaleza nos ha dotado con ese “botón” para motivar la repetición de ciertas conductas esenciales para la superviviencia de la especie. Las tres experiencias naturales que activan los centros de recompensa y del placer son sexo, alimentación y relaciones sociales.
El orgasmo, el chocolate, reír o abrazar, van a activar una serie de neuronas que se encuentran localizadas en los denominados circuitos de recompensa cerebral, que conectan con el sistema límbico emocional y con los centros de placer (entre otras regiones) a través de un neurotransmisor llamado dopamina. La liberación de dopamina en estas vías provoca la liberación de otros neurotransmisores y hormonas como las endorfinas, responsables de las sensaciones placenteras y gratificantes. Con el tiempo, la cantidad de actividades que activan esas áreas de recompensa va en aumento, según nuestros gustos y necesidades.
Drogas como el alcohol, el tabaco o la cocaína activan, cada una a su manera, las neuronas de esas vías de recompensa, lo que motivará la búsqueda posterior de estas sustancias, constituyendo así una adicción. El acto de comer puede actuar de la misma manera, activando las mismas regiones cerebrales responsables de las adicciones.
¿Por qué preferimos alimentos ricos en grasas o azúcares?
Veamos, hace miles de años, nuestros antepasados pasaban épocas de escasez y hambre, por lo que su cerebro premiaba el consumo de alimentos altamente calóricos, ricos en grasas o azúcares, que eran los que mejor llenaban sus reservas de energía. El consumo de estos alimentos provocaba una auténtica fiesta en los centros de recompensa cerebral, y esto es algo que nos sigue sucediendo hoy en día.
El caso es que las personas que suelen consumir alimentos hipercalóricos a diario, habitúan a su sistema a ese tipo de comida, por lo que cada ingesta repetitiva irá disminuyendo la reacción de placer. Si redujeran el consumo, sentirían mucha más satisfacción, pues su cerebro volvería a interpretarlo como algo eventual, bueno para el organismo. Los caprichos eventuales provocan mayor placer subjetivo que los atracones diarios.
Pero el hecho de que neurobiológicamente prefiramos esos alimentos, no significa que no podamos sentirnos bien al consumir otros más saludables. Comer todos los días lo mismo, agota nuestra motivación; si, además, lo que comemos es insípido y anodino, peor todavía. Si cocinamos alimentos sabrosos, sanos y variados, nuestros centros de placer también se activarán. Si, además, utilizamos nuestra capacidad de razonamiento para comprender que comer sano es también una necesidad fisiológica, contribuiremos a aumentar nuestras motivaciones.
Nuestra historia emocional:
Cuando comemos para calmar una emoción, solemos decir que tenemos hambre emocional. El acto de alimentarse está profundamente vinculado, desde los primeros momentos de vida, a las emociones. El bebé llora y se le da el pecho o el biberón, la comida le calma y le reconforta y se construye la primera asociación entre emociones y alimentación. Si un niño se siente triste o angustiado, se le ofrece algo dulce que le anime. Además, la comida está socialmente asociada a los momentos de celebración y reunión. Y así, de adultos, cuando nos sentimos mal, volvemos a la comida casi de forma automática, porque hemos ido asociando comida y emociones positivas.
En algunos casos, cuando nos sentimos mal, se nos cierra el estómago. Esto sucede porque ante una descarga emocional fuerte, el cuerpo no está en disposición de ingerir alimentos. Pero cuando se cierra el estómago durante horas o días, puede deberse a varias razones. La comida puede haber sido asociada a recuerdos dolorosos por ejemplo, si te castigaban en tu cuarto sin cenar y asociabas hambre, tristeza y culpa, o si durante las comidas familiares había tanta tensión y conflicto que se convertían en momentos de ansiedad. Así, uno puede aprender a castigarse a si mismo sin comer, como si inconscientemente interpretase que no merece ningún tipo de gratificación, sino todo lo contrario.
Así pues, la comida puede ser una herramienta emocional más. Si es utilizada de manera puntual y se dispone de otras estrategias, no supone ningún problema, aprovéchala. El problema viene cuando es la herramienta más frecuente y se pierde el control sobre la misma. Por ejemplo, cuando ante la íntima frustración se recurre al atracón, cuando sientes que no puedes parar de comer, cuando sigues sintiéndote igual de mal o peor tras haber comido…
Cuando aparecen los problemas con la comida, convendría hacer una reflexión sobre qué estados emocionales provocan la inapetencia o el hambre. Qué nos está sucediendo en lo más profundo de nuestro ser, que no encontramos otra manera de canalizar las frustraciones que no sea a través de la comida. Qué callamos, que reprimimos o qué expresamos en exceso. Si nos estamos castigando o si nos estamos premiando. No tiene sentido perder nuestras energías en controlar obsesivamente la dieta y permanecer en una lucha interior constante, cuando el conflicto es mucho más profundo que todo eso.
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Bibliografía:
Berridge, K. C., Robinson, T. E. (1998). What is the role of dopamine: hedonic impact, reward learning, or incentive salience?. Brain Research Reviews 28: 309-369.
Menendez, I. (2007). Alimentación Emocional. Madrid: DeBolsillo.
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