El trauma temprano: la vulnerabilidad de la primera infancia
EL TRAUMA DURANTE LA INFANCIA TEMPRANA
Cuando pensamos en un trauma psicológico, nos viene a la mente un suceso que provoque un impacto emocional tan profundo, que quien lo sufre no sea capaz de gestionarlo. Pero cuando hablamos de trauma, no nos referimos al suceso en sí, sino a la huella que deja en la mente de una persona el haberlo vivido.
Recomiendo leer previamente: Relación de apego y desarrollo cerebral
No podemos empezar a hablar de trauma sin hablar de resiliencia, la capacidad de superar las adversidades y tragedias sin que dejen una huella traumática en nosotros. La existencia de la resiliencia nos indica algo muy importante, y es que no es la situación en sí lo que determina la gravedad del impacto, sino ciertos procesos internos que cada persona lleva consigo. Hoy se sabe que la base primaria de la resiliencia se encuentra en la relación de apego que tiene el bebé con sus padres (o cuidadores primarios); si el niño tuvo una relación de apego seguro en la que sentirse querido y protegido, así como capaz de querer y cuidar de otros, habrá construido los cimientos de esta importante característica humana y estará preparado para afrontar las dificultades que se encuentre más adelante.
Y en este punto nos preguntamos, ¿qué sucede si el trauma ocurre cuando el niño está desarrollando su identidad, su ser y su resiliencia? ¿Qué efectos va a tener el trauma temprano sobre el psiquismo de un niño?
Los bebés viven inmersos en el mundo emocional de sus figuras de apego, por lo que las principales causas de trauma durante la infancia temprana son las que se derivan de la propia relación de apego, o de todo lo que altere esa relación. Por tanto, el trauma relacional temprano es el que viene causado por una madre o un padre (o cuidador pimario) atemorizado, atemorizante, negligente o incapaz de ofrecer protección a su hijo. No es sólo el abuso y la violencia lo que puede truncar el desarrollo normal del bebé; el trauma temprano viene provocado por los sentimientos de miedo, desprotección y, por supuesto, de destrucción en el niño; sentimientos que provienen de la persona que debía ofrecerle protección y amor.
Cuando se abandona a un bebé para que llore, deberá asimilar la experiencia emocional sin amortiguar; a un bebé, esta soledad se le hace insoportable, pues todavía no ha aprendido a sustituir a su figura de apego como fuente de seguridad ¿cómo va a aprender a reconocer su angustia y a gestionarla si nadie le ayuda? (Cyrulnik, 2002).
Cuando el cuidador responde ante las demandas del bebé asustado, nervioso o enfadado, el bebé va a ver reflejada en sus padres una emoción mal gestionada, sin un atisbo de regulación afectiva. A este bebé toda presencia le resulta insoportable, pues provoca más angustia que seguridad y su mundo interno comienza a desorganizarse (Cyrulnik, 2002).
En el caso de niños maltratados o abusados, suma todo lo anterior al hecho de que, quien debe protegerte, te cause daño físico. En estos casos, el efecto sobre el mundo interno del niño es devastador; es lo que algunos autores han denominado el “terror sin nombre”, pues un bebé no puede poner en palabras ese sufrimiento, no puede reconocerlo y, mucho menos, gestionarlo y podría impregnar las bases mismas de su personalidad.
Debemos comprender que un bebé no sabe manejar sus emociones, por lo que requiere de sus padres para esta misión. Necesita que sus experiencias emocionales desagradables le sean devueltas de una manera soportable; necesita que sus padres recojan su emoción, la metabolicen y se la devuelvan en forma de pensamientos y expresiones asimilables; que se la devuelvan digerida. De este modo, el niño podrá recoger esa experiencia e interiorizarla, desarrollando así sus primeras estrategias de regulación emocional y de su capacidad reflexiva (capacidad para reflexionar sobre sus propias emociones, intenciones y pensamientos y los de los demás), e incorporando ciertos aspectos de su identidad personal (Fonagy, 2008).
Cuando un bebé toma alguno de los atributos de sus padres como propios, se identifica con ellos; esta identificación no es una mera absorción de características, sino que es filtrada y reelaborada a través del significado que cada niño le da; por ello cada persona es distinta, aún habiendo vivido situaciones similares. A través de estas identificaciones, se desarrolla un modelo interno de relación, una especie de esquema mental organizador de las relaciones, que guiará su forma de estar con otras personas.
Si el niño ha sido maltratado, lo más normal es que interiorice un modelo de relación en el que existen dos roles: el de víctima, con fuertes sentimientos de indefensión, y el de abusador como forma de eliminar esos desagradables sentimientos y tomar el control de su vida; si no se pone remedio, el niño crecerá oscilando entre estos dos roles, construyendo así una personalidad inestable y frágil y un modo de relacionarse disfuncional y doloroso en el que reactuará una y otra vez esta limitada vivencia de las relaciones. (Seligman, 1999).
Si el niño interioriza partes de su cuidador que son amenazantes, sus estados emocionales internos se volverán amenazantes también; en este contexto, aprender a reflexionar sobre las intenciones de los demás (e incluso de las propias), resulta tan doloroso que los niños se inhiben. El hecho de no poder desarrollar esta capacidad reflexiva será la causa de que en el futuro, les cueste reconocer en los demás otras intenciones distintas a las propias y a que falle seriamente su empatía (Fonagy, 2008).
Si los fallos masivos, las negligencias, el abandono emocional y el maltrato o abuso perduran a lo largo de la infancia, sin reparación ni justicia, sin que el niño tenga a nadie en quien encontrar un refugio emocional, las consecuencias serán muy negativas. Una de las peores consecuencias de haber sufrido un trauma (temprano o no) es perder la capacidad de confiar en los demás. De ahí que reparar los vínculos emocionales sea de vital importancia de cara al desarrollo de la resiliencia y el bienestar infantil.
Como problema añadido, estas situaciones tempranas van a truncar la base de la resiliencia, haciendo al niño mucho más vulnerable a futuras adversidades. Tras este primer y temprano trauma, se puede abrir una herida profunda que podría reabrirse ante futuras dificultades, siendo un segundo golpe (como el fallecimiento de un ser querido o sufrir acoso escolar), la gota que colma el vaso (Cyrulnik, 2002).
No obstante, como siempre digo, el desarrollo no se detiene en esa etapa temprana, sino que continúa más allá de esas primeras relaciones afectivas. A medida que el niño vaya creciendo, su mundo se irá haciendo más complejo y podrán existir otras relaciones lo suficientemente relevantes como para alterar el curso del desarrollo que comenzó durante la primera infancia (Cyrulnik, 2001; Grossmann y Grossmann, 2005).
Para más información leer: Familia y resiliencia: qué caracteriza a una familia resiliente
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Bibliografía:
Cyrulnik, B. (2002). Los patitos feos. La resiliencia: Una infancia infeliz no determina la vida. Ed: Gedisa
Fonagy, P., y Bateman, A. (2008). The Developmentof Borderline Personality Disorder – A Mentalizing Model. Journal of Personality Disorders, 22 (1), 4-21.
Seligman, S. (1999). Integrando la teoría kleiniana y la investigación intersubjetiva del infante: observando la identificación proyectiva. Aperturas Psicoanalíticas, 4
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