Estrés: Cuando los problemas se convierten en depredadores

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¿QUÉ SUCEDE CUANDO REACCIONAS ANTE UN ATASCO O TU JEFE,

COMO SI DE UN LEÓN SE TRATASE?

 

Imagina esta escena: un hombre de las cavernas va caminando tranquilamente por la orilla de un río. De repente, un gigantesco león se abalanza sobre él; su vida corre peligro. De manera automática su organismo se prepara en pocos segundos para la acción; tiene que decidir si lucha o huye, y tiene que hacerlo muy rápido. Esto es lo que se denomina respuesta de estrés o ansiedad.

Ante el inminente ataque del león, nuestro hombre tiene poco tiempo para pensarse las cosas. Su sistema nervioso liberará automáticamente una descarga de neurotransmisores (adrenalina, noradrenalina, serotonina y dopamina), seguida, tras los primeros 30 segundos, por una descarga de hormonas, como el cortisol; todos ellos preparan a nuestro organismo para la lucha o la huida.

En ese mismo instante, todos sus sentidos se activan para percibir el peligro con mayor claridad. Sus músculos se contraen. Su corazón comienza a bombear rápidamente, las arterias se contraen y aumenta la presión sanguínea. Aumenta el nivel de coagulación de la sangre (si sufre una herida, tardará más en desangrarse). Aumenta la frecuencia respiratoria, la sangre necesita más oxígeno. Este flujo sanguíneo se concentra en algunas zonas, como piernas y brazos, quedando otras descompensadas. Realmente, si estás a punto de ser atacado por un depredador hambriento, no es momento para ponerse a hacer la digestión.

Aunque la respuesta de estrés implica un razonamiento, es un razonamiento limitado que solo permite dos opciones, luchar o huir. Tampoco es momento para que nuestro protagonista se ponga a meditar sobre el sentido de su existencia.

La respuesta de estrés es el modo de supervivencia por excelencia para el ser humano, que eclipsa a la parte del cerebro más racional y concentra toda la energía para un objetivo determinado: sobrevivir

 

Pero, ¿para qué acción nos preparamos hoy en día? Si echamos la vista atrás, efectivamente el estrés era un mecanismo necesario para la supervivencia. Lo que sucede hoy en día es que esa amenaza es un jefe desagradable, un atasco a hora punta, algún cambio en nuestra vida (mudanzas, hijos, jubilación) o situaciones sociales conflictivas (como las discusiones). Y lo más importante es que en la mayoría de los casos, esa amenaza viene de dentro de nosotros mismos, son nuestros propios pensamientos y preocupaciones los que detonan una respuesta de estrés o ansiedad (Borkovec, 1993; Goleman, 1996).

Así, nuestras preocupaciones cotidianas se convierten en depredadores al acecho que nos hacen reaccionar de una forma que no corresponde; nuestro cuerpo no necesita esa descarga  para responder a las demandas actuales; reaccionar ante un examen o una mudanza mediante la lucha o la huida no parece ser lo más aconsejable. Imagina que ese magnífico despliegue fisiológico para la supervivencia de nuestro cavernícola, se activa simplemente porque has discutido con alguien o porque tienes que hablar en público.

 

¿Cuál es el mecanismo del estrés?

El término estrés se emplea frecuentemente para referirse al nerviosismo o la inquietud que se produce ante cualquier situación que desborde nuestros recursos; y tiene una connotación negativa.

Pero no es la situación en sí lo que determina nuestra reacción, pues entonces todas las personas reaccionaríamos igual ante todo. Es importante que comprendamos que, aunque el estrés viene causado por un detonante (divorcio, sobrecarga laboral, mudanzas, pensamientos y preocupaciones reiterativas…), esa reacción está determinada por dos procesos psicológicos (Lazarus y Folkman, 1986):

  • La valoración personal de nuestros propios recursos para afrontar cada problema. Por ejemplo, ante un cambio de trabajo, no reaccionaremos igual si pensamos que podemos llevarlo a cabo, aun con gran esfuerzo, que si pensamos que nos desborda y que no estamos preparados. De esta valoración se encarga el cortex cerebral.
  • El significado emocional que otorgamos a la situación. No reaccionaremos igual si percibimos la situación como positiva, que si la percibimos como negativa o amenzante. Por ejemplo, una misma situación, como tener un hijo, puede adquirir connotaciones positivas (ilusión, ganas de ser madre/padre, felicidad…) o negativas (miedo, pensamientos pesimistas sobre el futuro, sentirse incapaz de educarle…). Cuando predominan las emociones negativas, el estrés puede derivar en un trastorno de ansiedad. De este proceso, se encarga una estructura cerebral denominada amígdala.

 

Sentirse estresado ante determinadas situaciones, de forma puntual, no tiene porqué ser negativo; es una reacción natural y necesaria que nos empuja a movilizar todos nuestros recursos para «sobrevivir». 

Pero si en nuestro día a día mediamos con varias situaciones estresantes y además rumiamos nuestras preocupaciones constantemente, no dejamos que nuestro organismo se reponga de la descarga que supone la respuesta de estrés y que nuestra mente se recupere del esfuerzo cognitivo que supone; nos encontramos a la vez inquietos y agotados, tanto física como mentalmente.

Al mantener una existencia en constante estado de estrés, nuestro cuerpo y nuestra mente pueden llegar al límite de sus posibilidades y es cuando se habla de enfermedades físicas asociadas, como la hipertensión, los dolores de cabeza, los problemas gastrointestinales y musculares, así como una serie de trastornos emocionales como ansiedad o depresión.

 

Cuando te sientas estresado, angustiado o ansioso, recuerda que ya no hay un león ahí fuera. Sea cual sea el problema que te preocupa, la clave está en permitir que nuestros procesos psicológicos puedan tener más peso frente al automatismo de la respuesta de estrés o ansiedad.

 


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Bibliografía:

Lazarus, R.S. y Folkman, S. (1986). Estrés y procesos cognitivos. Barcelona: Martínez Roca.

Goleman, D. (1996). Inteligencia Emocional. Barcelona: Kairós

 

diciembre 27, 2014